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domingo, 11 de março de 2012

PAUL AUSTER

A Revista Ñ nos agracia com uma entrevistas com um dos mais renomados escritores dos EUA.
Homem sério,literata de competência de posição política firmada com homens como Obama.
Sua escritura é invejável!!!
Denso,forte e de uma face humanista que denota seu fulgor de um ser forte e humano raro.
Paulo Vasconcelos




El cuerpo en el que habito
Dos seres componen al celebrado escritor estadounidense: uno de carne y hueso, histórico, “que lava los platos”; otro interior, que está solo en lo que escribe, y no entiende. Ahora, publica la historia de aquel “cuerpo”: heridas, barrios, cuartos, intemperie. Y con dos periodistas de Ñ habla de eso. Y de política y amor.
Por: Patricia Kolesnicov y Andrés Hax

¿Ya se arregló el problemita con la licencia de alcohol?
El hombre que pide –se arregló– una copa de vino blanco antes de sentarse a ser interrogado por dos desconocidos, mañana (el mañana de la entrevista, 3 de febrero) cumple 65 años. Y como el hombre se llama Paul Auster, recibe los 65 con un libro autobiográfico, Diario de invierno. Un libro que –como si el que cumpliera fuera el cuerpo, no el hombre y menos el autor–, indaga “lo que ha sido vivir en el interior de este cuerpo”. “Un catálogo de datos sensoriales” económico en pudores, que no evitará ni el pobre debut sexual en un prostíbulo ni –página 9– “el enorme forúnculo que una vez me brotó en el carrillo izquierdo del culo.”
El hombre que pide el vino va a cumplir 65 años y se nota. Habla con la voz baja de siempre, mira con esos ojos hermosos de siempre, pero algo en la manera de ponerle el cuerpo al aire ha cambiado. Ahora no va cortando el aire con el pecho, ahora lo sostiene con los hombros.

“Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”.
(Diario de invierno, página 7)

-¿Le resulta extraño este cuerpo de 65 años?
-A veces ni me miro. Bueno, me miro al espejo cuando me afeito y me peino. A veces sorprende ver una foto sacada hace tiempo y notar cómo cambiaste; tu pelo, tu cara no son como hace 30 años, es como una broma. Pero tampoco me deprime.
-¿Pero se siente usted mismo?
-Me siento diferente y me siento igual al mismo tiempo.
Son las dos de la tarde, el frío aprieta pero no ahorca en Brooklyn y en el café donde sabe parar Auster bajan para que los grabadores hagan su trabajo.
El hombre se mudó al barrio hace algo más de 30 años, antes de que ese suburbio de Nueva York se pusiera de moda y se llenara de restaurantitos y le crecieran escritores entre las baldosas. Cerca, a una cuadra, hay una librería con piano al fondo y clásicos estadounidenses en la vidriera y, entre ellos, no falta un Paul Auster, claro. Pero Brooklyn sigue siendo Brooklyn: te perdés cuatro o cinco cuadras y quedás entre galpones enormes, das la vuelta y frente a una especie de maxikiosco donde se recargan celulares deambula una embarazada sin dientes; te alejás a pie del café y la librería y entrás en una peluquería antigua, donde de los dos lados del sillón hay negros locales y latinoamericanos, el corte cuesta 12 dólares –pero sube si el cliente se porta mal–, el estilista tiene serpientes tatuadas en el brazo y el gordo con gorrita de lana no cuelga el celular –tijera en la derecha, teléfono en la izquierda–  para dar forma a la cresta de la víctima. En la peluquería hay pósteres de Will Smith, de beisbolistas, de celebridades negras de todos los tiempos. No han oído nombrar al vecino escritor.
Paul Auster hizo un oficio de eso de mezclar vida y obra, de poner un escritor a trabajar como detective (en La trilogía de Nueva York) tras haber sido confundido con el detective Paul Auster y cuando el autor se ha acostumbrado a su nueva personalidad –“Había empezado a notar que el efecto de ser Paul Auster no era del todo desagradable”– hacerlo encontrar con un “verdadero” Paul Auster, que no es detective sino escritor y que tiene una mujer “alta, delgada, rubia” y un hijo que se llama Daniel, como el Auster de forúnculo y hueso. En Leviatán, el protagonista es, otra vez, un escritor, su mujer se llama Iris (la de Auster es Siri Hustvedt, escritora) y Auster le presta a otro personaje una anécdota que ahora, en Diario de invierno, aparece como propia: la madre sube con el chico a la Estatua de la Libertad y ahí en la cumbre del ser nacional le viene el vértigo; para no matar al chico de un susto inventa un juego: bajar de cola, peldaño por peldaño. En la película La vida interior de Martin Frost (Auster también dirige), un escritor va a pasar una temporada a la casa de una pareja amiga, que está de viaje: en un portarretratos se ve que son Paul y Siri. En Sunset Park, la madre de uno de los personajes hace chistes con él un fin de semana y la mujer que limpia su casa la encuentra muerta en la cama días después, con el New York Times todavía abierto junto a ella: Auster contará en el nuevo libro que así fue la muerte de su mamá. El padre de ese personaje también muere como el de Auster: a punto de tener orgasmo.

“Murió en la cama haciendo el amor con su novia, un hombre sano a quien inexplicablemente le falló el corazón. En los años transcurridos desde aquel día de enero de 1979, numerosos hombres te han dicho que es la mejor forma de morir (la pequeña muerte convertida en verdadera muerte), pero ninguna mujer te lo ha dicho, y a ti personalmente te parece una horrible forma de morir, y cuando piensas en la novia de tu padre en el funeral y en la traumatizada expresión de sus ojos (sí, te confirmó, fue realmente horroroso, lo más terrible que le había pasado en la vida), ruegas para que eso no le ocurra a tu mujer.”

Para los fans, los que recuerdan los detalles de la obra, Diario de invierno funcionará como un detector de las piezas autobiográficas incrustadas en la ficción austeriana. Pero –este es Auster, que pliega ficción y realidad como un origami– este libro que aparece como autobiográfico está contado en segunda persona: es a otro, escribió Borges, al que le ocurren las cosas.
Dos y diez en Brooklyn. Llegó el vino.

-“Diario de invierno” rompe una regla de la autobiografía: está escrita en segunda persona. ¿Hay un Auster que vive y otro que escribe?
-Creo que es así, siempre hice la distinción entre el yo que escribe y el biográfico, el hombre que paga sus impuestos, que saca la basura y lava los platos. Ese no es el mismo tipo que escribe mis libros.
-¿Cuál es la diferencia entre ellos?
-No sé, el que escribe es el ser invisible que me habita, pero no soy exactamente yo, no es mi yo físico o biográfico.
-¿Con cuál estamos hablando ahora?
-Con el ser biográfico, el que lava los platos.
-¿El otro es mejor?
No compiten, son simplemente diferentes.
-¿Te trata bien o te hace sufrir?
-Ambas cosas. Lo mejor y lo peor, está todo ahí. Sólo que no es accesible para nadie más, la única forma que tiene de presentarse es en los libros que escribe, no podés conocerlo hablando conmigo. Por eso no puedo discutir sobre mi trabajo, porque no lo entiendo muy bien. Cuando la gente pregunta por qué esto, por qué aquello, no puedo responder. Puedo decir cómo, o cuándo, pero nunca por qué. Que es lo que los demás quieren saber.
-Este es un libro expresamente autobiográfico y aparecen muchas anécdotas que leímos en sus novelas. ¿Qué pasa cuando usa su vida como materia prima para la ficción?
-Escribir no ficción da el mismo trabajo que escribir ficción. La diferencia es esta: con la no ficción, particularmente con el trabajo autobiográfico, ya conocés los hechos, algo que no pasa cuando escribís una novela. Todo lo demás es igual. Tenés que hacer el mismo esfuerzo por escribir buenas frases, para hablar de la manera más real que puedas. Así que sí, mis novelas a veces toman cosas prestadas de mi vida, pero el hecho de poner ese material en una novela lo cambia, lo ficcionaliza, lo convierte en otra cosa.
-Como si tomara un trozo de vida y lo pusiera en un museo... Una operación literaria a la manera de Duchamp.
-La mayoría de los novelistas lo hace. Puede ser un detalle, como el tipo de anteojos que usás, o algo más importante, una experiencia.
-Pero “Diario...” puede leerse como una clave del resto de su narrativa: la verdad de su vida.
Sí. Pero es un libro que habla básicamente de mi yo físico.

Efectivamente. Diario de invierno habla del cuerpo de Auster. “Placeres físicos y dolores físicos”, avisa que contará. Los dolores, con detalles: la pelota de béisbol que le partió la frente; el clavo que le atravesó la mejilla cuando resbalaba por el suelo a los tres años, cuya cicatriz (“acá, ya está muy suave”, dice ahora en el café) todavía se ve; una herida sobre la ceja jugando a la pelota en la primaria, otra –la otra ceja– en una cancha de básquet a los veintipico; rotura de córnea izquierda, rotura de córnea derecha, ataques de pánico (cuerpo y alma), trombo en la pierna izquierda, falso infarto a punto de cumplir los 50 –era una inflamación de esófago–, mononucleosis, gastritis. Pero no tiene grandes problemas físicos, dice, a los 65. “No tengo ninguna enfermedad, los anteojos no me molestan, supongo que lo que me preocuparía es mi pasión por los cigarrillos, tengo más tos que la que tendría que tener y sé que eso me va a hacer mucho daño al final. Pero no puedo parar y parte de mí no quiere parar. Yo sé que (Samuel) Beckett, que me gusta mucho, murió a los 83 y era un gran fumador, tenía un enfisema, bebía, y eso probablemente lo mató. Pero él decía que no se arrepentía de haber fumado porque había demasiado placer en eso. Hay un librito sobre Beckett, se llama Cómo fue, lo escribió Anne Atik, una joven poeta norteamericana. Ella cuenta que cuando le dijo que iba a dejar de fumar, él respondió: “¿Y qué haremos? ¿Cómo vamos a vivir? ¿Cómo pasaremos la noche?” No es que sea un buen ejemplo...

“Toses, ni que decir, sobre todo por la noche, cuando tu cuerpo se encuentra en posición horizontal, y en esas madrugadas en que los bronquios están obstruidos más de la cuenta, te levantas de la cama, vas a otra habitación y toses como loco hasta expectorar toda la porquería”

Diario..., dice entonces, es el libro del cuerpo. Pero ahora, cuenta Auster, viene el otro, el de las ideas. “Después de meses de pensar qué hacer empecé algo nuevo: estoy tratando de escribir una historia de mi mente, del desarrollo de mis pensamientos, así que voy muy para atrás, hasta cuando era chico, y trato de recordar qué pensaba sobre las cosas.
-¿Trata de forzar excursiones por la memoria?
-No, no. Simplemente me siento ahí y las cosas vuelven. El animismo de la infancia, por ejemplo. Recuerdo un bol con arvejas, yo pensaba que cada arveja tenía una personalidad distinta. O una cosa sobrecogedora que me pasó cuando tenía seis años, la primera vez que fui al cine de noche. Había visto dos o tres películas antes, películas de Disney, y de pronto, en 1953, fui a ver La guerra de los mundos. Ahí estaba yo, un niñito estúpido que creía en Dios y en su poder bondadoso y entonces vienen los marcianos y comienzan a exterminar a los seres humanos.
-¿Iba con sus padres?
-No recuerdo, ese es el punto, sólo recuerdo que estaba allí. Debió de haber sido con mis padres. Y claro, los terrícolas están muy asustados y se defienden y atacan a los marcianos, pero las armas no sirven para nada. Uno de los protagonistas es un ministro,  un hombre de Dios, que les dice que se equivocan, que no luchen, que sólo son criaturas como nosotros y va hacia una de las naves espaciales diciendo que no se enojen, que Dios los ama. Y los marcianos salen y lo eliminan. O sea que Dios no tiene efecto sobre el demonio.
-Eso fue una crisis de fe...
-No sé si alguna vez me recuperé.
-¿Y quién le habló de Dios?
-No recuerdo, mi madre debió de haberme dicho que había un Dios, y que estaba en todas partes. En fin, ahora estoy escribiendo esto, veamos si lo puedo sostener, puede que no termine nunca, no lo sé, pero lo voy a intentar.
-Algo llamativo en el libro es que no habla sobre su escritura, ni cuándo empezó.
-En este libro que estoy escribiendo ahora voy a hablar sobre la decisión de convertirme en escritor. Tampoco hay mucho en realidad, apenas la determinación de hacerlo, cuando era joven.
-Lo que aparece aquí es el relato de un “epifánico momento de claridad”, cuando usted vuelve a escribir y empieza a ser quien es hoy. ¿Cada libro tiene su momento epifánico? ¿Usted puede convocarlo?
-No, no puedo convocarlo. Finalmente aprendí, y ya tenía 31 años y había estado escribiendo mucho tiempo, que tenía que cambiar mi acercamiento a la escritura. Aprendí a dejar las cosas ir. Antes de eso, me imponía mucha presión, todo tenía que tener doble, triple, cuádruple significado. Estaba trabajando demasiado duro, creo, y esta experiencia, esta epifanía, como la quieras llamar, me permitió relajarme y confiar en mi instinto. Antes era demasiado consciente. Construía cosas por adelantado, en vez de ir descubriéndolas. Aún estoy en eso.

Pasa el rato, baja la copa, el café de Brooklyn se va llenando y acá ya se olvidaron de que hay un escritor famoso haciendo una entrevista, así que la música sube de nuevo y por la puerta que da al fondo, junto a la que ocurre esta charla, dos muchachos entran y salen, mueven cosas pesadas, inyectan aire frío en el salón. El cuerpo, escribió este señor, es donde todo empieza y donde todo termina.

“Sin duda eres una persona precaria y dolida, un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo (¿por qué, si no, te has pasado toda tu vida adulta vertiendo palabras como sangre en una hoja de papel?).”

-¿Cuál es esa herida original?
-Creo que alguien se convierte en artista, particularmente en escritor, porque no está del todo integrado. Algo está mal en nosotros, sufrimos por algo, es como si el mundo no fuera suficiente, entonces sentís que tenés que crear cosas e incorporarlas al mundo. Una persona saludable estaría contenta con tomar la vida como viene y disfrutar la belleza de estar vivo... no se tiene que preocupar por crear nada. Alcanza con hacer un trabajo interesante, amar a alguien, comer buena comida, vivir todo lo que se pueda, morir. Esa parece una linda forma de vivir. Otros, como yo, estamos atormentados, tenemos una enfermedad, y la única manera de soportarla es haciendo arte. Es decir, si estoy haciendo esto, es porque algo está mal. ¿Qué es lo que está mal? Difícil decirlo porque estas heridas se producen cuando sos muy joven.
-¿Existe la posibilidad de despertarse y pensar que ya no tiene que escribir más?
-Me encantaría, ya escribí un montón de libros, así que todo lo que haga ahora va a ser muy importante para mí. Si muero hoy, ya he dejado muchas cosas.
-Aquí usted dice que estuvo casi siempre enamorado. ¿Cómo sabe cuándo está enamorado?
-Lo sentís, es una emoción, no lo decidís.
-¿Cómo se expresa?
-¿Cómo se expresa el amor? Es un deseo, deseo de estar con esa persona, es una especie de encantamiento con esa persona. Y también un deseo físico tremendo.
-¿Y cómo cambia eso según pasa el tiempo?
-He pasado la mitad de mi vida con Siri, 31 años juntos. Y cuando miro hacia atrás, veo que seguimos evolucionando, que las cosas siguen cambiando. Lo más gracioso después de haber estado con alguien durante tanto tiempo es que terminás tan ligado emocionalmente, mentalmente, que muchas veces sabés exactamente lo que el otro va a decir. Por ejemplo, el año pasado, volvimos a tener la misma respuesta ante algo. Sacamos a colación la misma historia para describir algo. Y me di vuelta y dije: “Si viviéramos juntos durante cien años, seríamos la misma persona”.
-¿Todavía siente ese enorme deseo?
-Sí, lo confieso.

(Tus manos) “han recorrido toda la piel desnuda de tu mujer y encontrado el camino hacia cada parte de su ser. Ahí es donde son más felices, crees tú, desde el día en que la conociste ahí es donde han sido más felices porque, parafraseando un verso del poema de George Oppen, algunos de los sitios más hermosos del mundo están en el cuerpo de tu mujer.”

-Eso es una bendición.
-Sí, soy un hombre con suerte, pero ella es una mujer extraordinaria. Nunca deja de sorprenderme. Es la persona más inteligente que he conocido y es una gran escritora y una gran pensadora. Es una aventura, siempre hay algo nuevo de qué hablar.
-¿Eso es más importante que la parte erótica de la relación?
-La parte erótica es muy importante, pero no es... ya no es como cuando nos conocimos, nos hacemos mayores al fin y al cabo... no podés hacer las cosas que hacías antes, todavía podés hacerlo pero... no diré más sobre el tema.
-Esto de reencontrar las mismas anécdotas nos hizo pensar en su obra. ¿La piensa como un todo, un gran texto?
-Creo que todo está conectado, aunque cada vez trato de escribir un libro nuevo, hacer un nuevo acercamiento. Repienso todo. Pero después seguís descubriéndote a vos mismo. No podés escapar. Así que sí, creo que todo es parte del mismo proyecto incompleto. Sea cual sea ese proyecto.
-¿Intenta un nuevo acercamiento a qué?
-Supongo que a mis sentimientos sobre el mundo.

En Diario... Paul Auster se instala en la vida a través de sus casas. Como cuenta la historia de sus heridas, cuenta la de sus casas. Empezando por “1. Calle South Harrison, 75; East Orange, Nueva Jersey. Un apartamento en un edificio alto de ladrillo. Edad, de 0 a 1 y 1/2 ”. Contando qué pasó en cada casa, se despliega la biografía.
-¿La lista sirvió para recordar?
-No había olvidado nada. Podría haber agregado más lugares, pero incluí aquellos donde pasé un año por lo menos. No podía recordar las direcciones de las casas donde vivíamos cuando era un bebé, nunca supe las dos primeras direcciones, pero entonces no sé, buscando algo, encontré mi libro de bebé, que mi madre había escrito, y ahí estaba todo. Esto tiene que ver con la manera en que encaré este trabajo: mi cuerpo a la intemperie, mi cuerpo adentro, protegido. ¿Dónde me guarecí? Haciendo la lista de mis casas puedo contar detalles de lo que pasé.
-Usted no tiene nada que ver con las computadoras, usa una máquina de escribir, pero sabrá que hoy se puede entrar en Internet, poner una dirección...
-¿Y ver la casa?
-Nosotros lo hicimos. Vimos la casa en Nueva Jersey…
-Oh, oh.
-La casa, el barrio, se puede dar una vuelta...
-Bueno, qué interesante, yo no hago esas cosas, ni tengo computadora, pero en fin, yo di las direcciones, quien quiera puede ir y ver las casas. De última, qué importan, hay que vivir en alguna parte. Ahora tengo ganas de ir a ver la casa donde viví la mayoría de la infancia, entre los 5 los 12. Supongo que lo haré en marzo, con un amigo. Pero sólo voy a pasar, no voy a llamar a la puerta, no quiero entrar.

“Irving Avenue, 253; South Orange, Nueva Jersey. Una casa de madera de dos plantas construida en el decenio de 1920, con la puerta principal amarilla, camino de entrada de grava y gran jardín. (...) Empezaste a vivir allí hace tanto tiempo que durante los primeros dos años repartían leche en un carro tirado por un caballo.”

Los de esa casa son los días anteriores a “los tormentos de la adolescencia”, que vendrán en la próxima, y a la separación de los padres. La última casa en la que entraron los cuatro juntos (Auster tiene una hermana) y salieron juntos.
-Es amarga la mirada sobre su  padre en “La invención de la soledad”. Y acá no lo es tanto. ¿Cambió su forma de verlo?
-No mucho, pero siento mucha compasión por él, entendí sus problemas, las tragedias de la vida que lo hicieron quien era, simplemente no lo culpo. Una de las entradas del nuevo libro serán todos los sueños que tuve con él. Hablo con él muchas noches, nos sentamos en la habitación a charlar.
-¿De qué?
-Nunca, nunca puedo recordar de qué hablamos.
-¿Ahora que tiene dos hijos, cambió su idea de qué es un padre?
-Nunca he tenido una idea de qué es un padre, sos lo que sos y lo hacés lo mejor que podés. Además, cada chico es diferente, unos son sensibles, otros son tan duros que aunque los golpees no te van a hacer caso, no sé cuál es la regla, es un trabajo duro.
-¿Qué le dieron sus padres?
-Como trato de expresar en el libro, mi madre me dio un amor muy intenso. Quizás todo lo bueno que hay en mí vino de ella.
-¿Qué hay de bueno en usted?
-Soy amable, no busco peleas, trato de ser un buen amigo, un buen marido, trato de pensar en los demás antes que en mí, soy perseverante, hago bien mi trabajo y trato de tener una postura ética en la vida y de mantenerla. Claro que me equivoco todo el tiempo, pero hago lo mejor que puedo; eso viene de mi madre.

“Era quien te acostaba, quien te enseñó a montar en bicicleta, la que te ayudaba con tus lecciones de piano, con quien te desahogabas, la roca a la que te aferrabas cuando los mares se encrespaban.”

-De mi padre no sé, creo que la perseverancia también porque a él realmente no le importaba lo que pensara la gente, podía comportarse muy mal algunas veces y le daba lo mismo cómo reaccionaban los demás. Hay algo admirable en eso.

Auster llegó a esta charla hablando de política. Antes de sentarse casi, antes de pedir el primer vino, habló de Turquía. Un par de días antes había dicho que no iría a Turquía a presentar Diario... porque allí había escritores y periodistas presos. Que no es, dijo, un país democrático. El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, le contestó criticando que hubiera ido a Israel sin ver “la represión y las violaciones a los derechos” en ese país. Cuenta el incidente, dice que ya ha dicho todo lo que tenía para decir.
Auster estuvo siempre atento a la política. Desde que a los dieciséis años se fue a Washington para el funeral de Kennedy: “(...) pero lo que te encontraste aquella tarde fue una turba de curiosos y mirones bulliciosos, gente subida a los árboles con cámaras, empujando unos a otros para quitarles sitio y ver mejor.”
O cuando participó de sentadas en la universidad y la policía lo sacó a patadas y de los pelos.
Aquí, en Diario de invierno, encuentra libros nazis en una de las casas a las que se muda. Y los tira a la basura.
-¿Cuándo empezó a tener conciencia política? ¿Ser judío tuvo algo que ver con eso?
-Nací justo después de la Segunda Guerra, crecí a su sombra, el nazismo estuvo presente en mi infancia, en mi imaginación de chico diría, así que no sé cuándo supe que era judío, cuándo entendí lo que era ser judío, pero probablemente muy temprano, a los 5 o 6 años. Sabía que había una diferencia entre “ellos” y “nosotros”, ¿no? La conciencia política llegó pronto. A los 10, 11 años estaba atento a las injusticias de la sociedad americana, seguía de cerca los temas de Derechos Humanos, estaba muy interesado en las cuestiones de la esclavitud. Me acuerdo a los 13, cuando Kennedy peleaba por la presidencia. Estaba muy entusiasmado con Kennedy, había pasado toda mi vida bajo Eisenhower. Kennedy era tan joven, fresco, tan emocionante, yo solía ir a las oficinas de la campaña y agarraba todos los carteles y los ponía en mi habitación: estaba cubierta con pósteres de Kennedy.
-¿Cómo vivió con Bush?
-Muy mal... y el país no se ha recuperado, va a llevar 20 años deshacer lo que él hizo, y sólo han pasado tres. Y los republicanos no quieren hacer nada, su única misión es destruir a Obama. Bush fue una pesadilla. Creo que debería estar preso, porque es un criminal, y también Cheney: deberían estar presos toda la vida.
-¿Pensó en irse del país?
-No, sólo pensé que vivir iba a ser peor. Trato de luchar desde aquí, soy muy activo en el Pen Club y estoy muy involucrado en el tema de la libertad de expresión, que es de lo que se trata este tema con Turquía. Ahora, espero que pierdan los republicanos en noviembre, porque si alguno de esos ignorantes llega a tener poder, vamos a retroceder 40 años.
-¿Dónde hay que mejorar?
-En infraestructura: el país está al borde del colapso. Tienen que subir los impuestos para los ricos, hace falta un nuevo plan de salud. Confío en que Obama va a ganar, porque los otros son idiotas hasta un grado que es difícil de expresar, si tienen que ir a la campaña nacional se van a exponer y se va a ver lo idiotas que son.
No para: Auster tiene mucho que decir: que el racismo existe pero un poco menos, que cuando era chico no había ley a favor del aborto ni plan de salud y eso ahora está, en fin. El grabador se apaga, Auster pide una botella de vino blanco para los cuatro –también está la fotógrafa– y luego otra. Volvemos a Turquía y así corre la tarde: siguiendo la tradición que los tiene unidos desde hace siglos, tres judíos –el que no lo es guarda prudente silencio– discuten sobre Israel y Palestina en un café que podría estar en Bolonia, en Buenos Aires, en Alejandría, en Praga, pero esta vez está en Brooklyn. “En Israel no hay periodistas presos”, argumenta Auster.
Es él, por supuesto, el que marca el final, cuando mira el reloj y saluda y sale. Dentro de siete horas tendrá 65 años.
“Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto.
Has entrado en el invierno de tu vida.”

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